Extrasensorial.


Solía sentarse en una cama elevada en la cual solía desarrollar sus pensamientos al son de la música que a ella tanto le gustaba. Daba igual el ruido que hubiera, su mejor aliado eran los auriculares, pero cuando de verdad quería desconectar de la vida, era cuando subía el volumen de la música y bailaba por toda la casa. Mientras, iba parando para probarse ropa, tenía un cuerpo espectacular. Las minifaldas le sentaban como guante y los tops eran su mejor arma a su temprana edad de 16 años.

Siempre había alguna vecina que se asomaba para verla bailar pero a ella no le importaba por que bajaba las persianas y seguía a su rollo.

Todo eso sucedía entre clase y clase, cuando ella tenía que irse a comer a casa después de un trayecto de media hora de ida y otra media hora para volver.

En la cocina, la comida que su madre le había preparado con esmero y que ella nunca acababa por que le gustaba bailar frente al espejo y mirarse. La música, para ella era como una inyección de dopamina, le transportaba allá donde en su mundo, todo eran alegrías.


Solía seguir las canciones, cantándolas todas con esa voz que muchas vecinas decían que era adorable. Era lo que más le gustaba , cantar hasta sacar de las entrañas todo ese dolor que había guardado del día y por increíble que pareciera, conseguía volver a clase con otra actitud, más alegre , tan jovial como ella era, con buen humor y algo bromista.

La música la hacía olvidar que “no encajaba”, aunque con el tiempo, esa conexión con la música, esa emoción que ella sentía, esa capacidad para echar fuera y ahuyentar los demonios se convertiría en algo nulo.

Cuando, en un verano del 2000 volvió a sentir la armonía de las canciones, esas sensaciones, como su cuerpo sentía desde sus oídos hasta cada centímetro de su estómago ese poder que de niña sintió. Una sensación… extrasensorial.


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